A veces uno se pregunta qué es lo que realmente vota una parte de la sociedad argentina cuando respalda a este gobierno. ¿Qué representa Javier Milei más allá de su discurso provocador, de su imagen de “antisistema” y de su promesa de dinamitar todo? ¿Cuál es, en definitiva, su proyecto político de país?

El interrogante no es menor. Porque un gobierno puede tener errores, puede atravesar dificultades, pero lo que no puede perder es el horizonte, la idea de hacia dónde quiere llevar a su pueblo. Y en este caso, lo que se percibe es un modelo de país que parece no tener otro objetivo que achicar, desmantelar y excluir.

El relato oficial habla de libertad, de esfuerzo individual, de terminar con los privilegios. Pero detrás de esas consignas, que pueden sonar atractivas en la superficie, se esconde un ajuste feroz que golpea con crudeza a los sectores más vulnerables, a los jubilados, a los trabajadores y a las pequeñas y medianas empresas que día a día pelean por sobrevivir.

Quienes todavía defienden este modelo deberían explicar con claridad qué es lo que apoyan: ¿un país sin Estado, sin protección, sin derechos? Porque no se trata solo de eliminar “ñoquis” o recortar gastos innecesarios. Las consecuencias de esta política se sienten en los comercios que cierran, en las fábricas que reducen personal, en las familias que ya no llegan a fin de mes, en los jubilados que deben elegir entre comprar sus medicamentos o comer.

La realidad cotidiana desmiente el discurso de la prosperidad. No hay crecimiento, no hay inversión, no hay estabilidad. Lo que hay es un ajuste profundo, una recesión que se agrava, una pobreza que crece y una sociedad cada vez más desigual.

Y lo más preocupante no es solo la economía. Es la naturalización del sufrimiento, la idea de que “hay que aguantar” mientras todo se destruye. Se perdió la noción de comunidad, la empatía, el sentido de lo colectivo. Milei habla de libertad, pero lo que está consolidando es una libertad para pocos, la de los que pueden, la de los que no necesitan del Estado, la de los que miran desde arriba cómo el resto se cae.

¿Qué pasa con los otros? ¿Con los que quedan afuera, con los que pierden su trabajo, con los que no pueden pagar un alquiler, con los que se enferman y no tienen cobertura? ¿Cuál es el plan para ellos? Porque no hay política pública, no hay contención, no hay respuesta. Solo hay silencio y desinterés.

El Estado se retira, y cuando el Estado se retira, no aparece la libertad: aparece la injusticia. Porque el mercado no se encarga de los que sufren, el mercado no cuida a los ancianos, el mercado no da oportunidades a los jóvenes ni garantiza educación o salud. El mercado solo busca rentabilidad. Y un país que entrega todo a esa lógica, deja de ser una Nación para convertirse en un territorio sin alma.

Muchos votaron a Milei por bronca, por decepción, por cansancio. Es comprensible. La política tradicional falló demasiadas veces. Pero entre el desencanto y la autodestrucción hay una diferencia abismal. Votar desde el enojo puede ser entendible; sostener un modelo que profundiza la pobreza y destruye el tejido social, no.

La historia argentina está llena de crisis, pero también de reconstrucciones. Lo que hoy falta es un proyecto nacional que piense en todos, no solo en los que tienen poder económico. Porque un país que abandona a sus viejos, que deja caer a sus trabajadores, que empuja a la pobreza a los más chicos, es un país que pierde su humanidad.

Por eso la pregunta vuelve una y otra vez:
¿Qué vota la gente cuando vota este gobierno?
¿La libertad de unos pocos o la esperanza de un país entero?
¿Un Estado que se borra o un Estado que acompaña?
¿Una Argentina que crece o una Argentina que se vacía de futuro?

La respuesta, tarde o temprano, se verá en las calles, en los barrios, en las mesas vacías y en las miradas cansadas de los que todavía esperan algo más que discursos. Porque los pueblos pueden perdonar errores, pero no olvidan cuando los hacen sufrir.

Digital Chubut/Jorge Moll

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