El derrumbe del consumo ya no es una sensación: es una realidad que golpea con fuerza en cada rincón del país. Según el relevamiento de Scanntech, el consumo en autoservicios se desplomó un 7,9% en septiembre respecto de agosto, y retrocedió 6,3% en comparación con el mismo mes del año pasado. Detrás de esos números fríos, hay una verdad inocultable: la economía cotidiana de los argentinos está en emergencia.
Con el gobierno de Javier Milei, el ajuste dejó de ser una promesa para convertirse en una forma de vida. Los salarios se licúan, los precios no ceden, las tarifas suben, y el consumo —ese motor esencial que sostiene a las pymes, al comercio y al empleo— se derrumba mes a mes. Lo que el oficialismo celebra como “orden fiscal”, en la calle se traduce en heladeras vacías y bolsillos agotados.
La caída del consumo no es un accidente, sino la consecuencia directa de una política económica que prioriza los números de las planillas antes que la vida de la gente. La receta libertaria de “ajustar hasta que duela” ya duele, y mucho: los supermercados venden menos, las segundas marcas dominan las góndolas y miles de familias recortan en lo que antes era básico.
Mientras el Gobierno habla de “épica del sacrificio”, la realidad muestra un país que se empobrece aceleradamente. El discurso de la libertad choca con la dependencia creciente de los argentinos frente a un Estado que recorta derechos y a un mercado que solo beneficia a unos pocos.
El consumo está en caída libre, pero no por falta de voluntad, sino por falta de ingresos. Si el rumbo no cambia, el costo social será devastador. Porque ningún equilibrio fiscal justifica el hambre, y ningún modelo económico puede sostenerse sobre el vacío de los platos de su pueblo.