Milei cambió el rugido por un maullido servil, entregando su discurso incendiario a la lógica más vieja de la argentina: “haz lo que quieras, pero que nunca se acabe la caja”.
“¡Viva la libertad, carajo!”, gritaba Milei con el fervor de un predicador en campaña, prometiendo barrer con la casta, desterrar la corrupción y devolverle la dignidad al pueblo. Pero a pocos meses de gobierno, ese rugido se apagó. Lo que alguna vez fue presentado como una revolución contra los privilegios terminó convertido en una coartada para reproducir, con más cinismo y menos pudor, los mismos vicios que decía combatir.
Los hechos son contundentes: negocios millonarios para empresas amigas, coimas disfrazadas de contratos, licitaciones amañadas y funcionarios envueltos en denuncias de corrupción. El gobierno de Milei no solo se mimetizó con la casta, sino que se asoció con ella para repartirse el botín del Estado. La épica libertaria se transformó en un grotesco banquete de privilegios, mientras el pueblo mira desde afuera cómo se reparten lo que queda de la Argentina.
La corrupción no es solo el sobre que circula en la penumbra de un despacho: es también la estafa cotidiana al trabajador, al jubilado y al estudiante. La canasta básica trepa a cifras inalcanzables, el salario se licúa día tras día y la pobreza avanza como una sombra implacable. Mientras tanto, la represión se impone como única respuesta: gases para los jubilados que reclaman lo suyo, palos para los trabajadores que protestan, silencio para los que piden pan y justicia.
La “libertad” prometida terminó siendo una soga al cuello de los más débiles. Libertad para las corporaciones que especulan, para los empresarios que hacen negocios con el Estado, para los amigos del poder que se enriquecen a costa del hambre ajeno. Pero no hay libertad para los jubilados, para los enfermos, para los docentes, para los pequeños comerciantes, para quienes día a día sostienen al país con su esfuerzo.
El león que se presentaba como indomable se domesticó frente al poder real: el de los bancos, las farmacéuticas, los contratistas y los mismos políticos que juró enfrentar. Milei cambió el rugido por un maullido servil, entregando su discurso incendiario a la lógica más vieja de la política argentina: “haz lo que quieras, pero que nunca se acabe la caja”.
La peor traición no es a una consigna de campaña, sino a un pueblo que creyó en un cambio. Milei prometió dinamitar la corrupción y terminó dinamitando los derechos. Juró barrer con los privilegios y terminó multiplicándolos. Se autoproclamó enemigo de la casta, y hoy gobierna como su gerente más obediente.
Por eso la consigna cambia: ya no es “¡Viva la libertad, carajo!”. Ahora es “¡Basta de corrupción, basta de ajuste, basta de mentiras!”. Porque no hay libertad donde reina el hambre, no hay justicia donde gobierna la impunidad, y no hay democracia donde la represión es la única respuesta a la desesperación del pueblo
Por Jorge Fernando Moll/Digital Chubut