La reunión entre Donald Trump y Javier Milei fue mucho más que un encuentro diplomático: fue una puesta en escena del sometimiento. Trump acortó su visita, apostó a las elecciones en nuestro país y, de paso, lanzó una amenaza a los argentinos. Lo que muchos intentan minimizar como un gesto de campaña fue, en realidad, una demostración brutal de poder. El imperio marcó territorio, y Milei aceptó su papel de alumno obediente.
Trump no recibió a Milei como a un par: fue Milei quien viajó a buscar aprobación, presentándose como un subordinado ante su ídolo ideológico. Lo que debería haber sido un gesto de política exterior se convirtió en una postal de servilismo: el magnate norteamericano usando la crisis argentina como ficha electoral, y Milei agradeciendo la humillación como si fuera un acto de gracia.
El mensaje fue claro y sin matices: si Milei no se alinea, si la Argentina no vota como conviene a Washington, habrá consecuencias. Por eso, cuando la oposición denunció “extorsión electoral”, no exageró. Fue la palabra exacta para describir lo que ocurrió: un acto de intervención política extranjera en medio de una crisis nacional.
Lo que presenciamos no fue diplomacia, fue colonialismo. Un capitalismo salvaje que convierte a los países periféricos en piezas descartables del tablero financiero global. La Argentina vuelve a ser peón de los mismos intereses que siempre la empujaron al endeudamiento, al ajuste y al hambre.
Mientras tanto, el pueblo argentino —el que trabaja, el que paga los aumentos, el que sobrevive— ve cómo su presidente se transforma en vocero del poder global, festejando promesas vacías y acatando advertencias como si fueran bendiciones.
Trump no amenazó solo a un gobierno: amenazó a todos los argentinos que todavía creen en la autodeterminación y la dignidad nacional. Y Milei, con su silencio complaciente, se convirtió en el cómplice perfecto.
No hay libertad en vender la soberanía. No hay alianza estratégica cuando el precio es la humillación. Lo que vimos fue el retorno del amo y el sirviente: el imperio dictando condiciones, y un presidente argentino celebrando su propia subordinación.
La historia enseña que cada acto de servilismo político deja cicatrices profundas. Y esta vez, como tantas otras, la factura no la pagarán los mercados: la pagará el pueblo argentino, con su trabajo, su dignidad y su futuro.